24 marzo, 2015

¿Una cuestión de curiosidad?

En algún momento de la larga y compleja historia de las especies animales del planeta Tierra, un grupo de mamíferos adaptó su forma, por alguna razón, para vivir en el mar. Aumentó su tamaño, aumentó su nivel de grasa corporal para mantener la temperatura interna y, lo más evidente, cambió la forma de sus pies y manos para transformarlas en colas y aletas. Lo que les ocurriera a esas especies para modificar su forma de semejante manera es realmente un misterio, pero puedes pensar un momento en el antepasado de esa ballena, esa foca o ese delfín corriendo en tierra firme, para hacerte una idea del cambio tan profundo que han sufrido.

La evolución de una especie para su adaptación y supervivencia al medio es un hecho que hemos podido presenciar con el estudio de diferentes disciplinas, como la arqueología o la genética, y nos acerca más a una verdad global y generalista que nos indica que su forma y sus habilidades no son un capricho de la naturaleza o de algún dios.

Pero si nos detenemos más en lo que no se ve a simple vista, en esas habilidades, características o formas de ser de una especie que no son relativas solamente al aspecto físico, encontramos cosas que nos parecen sorprendentes. Podemos maravillarnos con la capacidad regeneradora de algunos reptiles, la posibilidad de cambiar de sexo de algunos peces y moluscos, y la fuerza descomunal de diminutos insectos capaces de levantar varias veces su propio peso.

Los seres humanos también tenemos una serie de habilidades relativas a nuestra especie, como la facultad del habla, de caminar erguidos para poder usar las manos, u otras que son de menor dominio público como la capacidad de distinguir entre más tonos de verde que de cualquier otro color. Son muchas nuestras habilidades comunes y nos definen como especie. Nos dan una forma de ser única.

El afán de descubrimiento, esa inclinación por querer saber qué hay más allá de nuestras fronteras físicas, es también una particularidad humana. Desde que el ser humano abandonó su carácter nómada y empezó a establecerse en comunidades, podemos pensar que esa capacidad quedó inhibida, pero no fue así. Siempre hemos querido saber qué había más allá de las altas montañas, más allá del frontoso bosque, de la árida llanura desértica, del río, del mar. Entre nosotros han sobresalido valientes, pioneros que han arriesgado sus vidas para averiguarlo. Los hemos llamado descubridores, y los hemos elevado a la categoría de héroes. Desde Colón o Marco Polo, Lewis y Clark o Amundsen, hasta Gagarin, Armstrong y el Apolo XI, ciertos individuos han personificado esa cualidad humana y han escrito las páginas de nuestra historia.

Ahora bien, ¿es esa cualidad una cuestión de curiosidad, o como ocurriera con esos mamíferos que desarrollaron miembros hidrodinámicos, o esos peces que cambian de sexo, el producto de una adaptación para la supervivencia? Porque, ¿acaso puede adivinarse una cualidad mejor que el ansia de descubrimiento para una especie que destruye su entorno?

Las novelas, el cine y el arte de la fantasía y la ciencia ficción endulzan una sentencia dramática: soñamos con viajar a las estrellas, con poblar otros mundos, porque ésa es la justificación atávica de que estamos destruyendo éste. Recordemos a Cristóbal Colón y el desahogo que supuso el Nuevo Mundo para una población europea exhausta de recursos, o la Conquista del Oeste por parte de los pobladores de América del Este. Y en un ámbito más localizado, pensemos en todos los jóvenes que emigran a países que ofrecen a priori un mayor número de oportunidades económicas y abandonan su hogar. La aventura es supervivencia. Un nuevo comienzo. Una nueva oportunidad.

Una especie destructora de su entorno necesita esa cualidad o está condenada. Pero seamos realistas, nuestro planeta es finito y somos criaturas preparadas para vivir en él, no en otro sitio. El agotamiento al que lo estamos sometiendo es más rápido que nuestras posibilidades de salir de aquí. Éste es nuestro hogar y debemos cuidarlo. La naturaleza tiene su ciclo, sus normas, y desde un anticuado punto de vista antropocéntrico, podríamos decir que el ser humano puede controlarla. Pero nada más lejos de la realidad. Controlar la naturaleza es destruirla.

Lo que voy a proponerte desde este blog es una nueva forma de ver las cosas, para que no exista la posibilidad de debatir si esa inclinación al descubrimiento es algo que deba ser admirable, o algo que nace fruto de la necesidad.

Debemos aprender a cuidar nuestro entorno, plantas, animales y personas, y no con una concepción restrictiva de las cosas, sino con un nuevo punto de vista activo, inteligente y dentro de nuestras posibilidades, enfocado en enriquecernos sin destruir.

Mi ámbito es el empresarial, y desde él, incorporando políticas de RSE adecuadas en las propias empresas, se pueden llevar a cabo vías de desarrollo que remodelen el concepto actual de la industria como algo maligno para el medio ambiente. Ésta es mi visión de las cosas.

La vieja empresa tiene los días contados. La vieja industria que destruye su entorno para generar riqueza a corto plazo, se acabó. Good bye, Mr. Burns. Propongo que vivamos aquí. Éste es nuestro mundo. Cuidemos nuestro entorno sin dejar de generar riqueza, aplicando fórmulas de RSE.

Y si queremos llegar más lejos, que sea una cuestión de curiosidad.

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