Veía el otro día la entrevista en la que Simon Sinek hablaba en Inside Quest sobre la generación de los millenials. Aunque definía al grupo en el que tiendo a incluirme con patrones que no parecían ser muy agradecidos, aunque muchos completamente ciertos, me llamó la atención una argumentación. Aquella que decía que nuestra educación, inyectada de valores que nos impulsaban a ser especiales, a ser artífices del cambio de nuestras vidas y del mundo, era la causa de una cierta infelicidad subyacente en el colectivo. De hecho, ponía de manifiesto que nuestro interés no era otro que generar impacto con cada una de nuestras acciones.
Pues sí, todo hay que decirlo. Tiene usted razón, Mr. Sinek, pero no veo que generar impacto sea algo malo, oiga. La capacidad transformadora del ser humano es algo que ha quedado patente a lo largo de los años, aunque tal vez con un matiz negativo. De lo que se trata es de cambiar ese matiz y volverlo positivo.
Generar-impacto-positivo, y voilá!
Prefiero labrarme un futuro laboral metiendo las manos en la masa, que hoy por hoy probablemente sean herramientas como las redes sociales e internet, que mendigar un trabajo digno al estamento político o empresarial porque no llego a fin de mes. Pudo y puede costarme más o menos; seguramente, pocas alegrías y muchos disgustos. Pero mi infelicidad, todo hay que decirlo, es problema mío.
Aquí andamos juntos, escritor y lectores de Goodbye, Mr. Burns, alimentándonos en la creencia de que el cambio climático o la injusticia social pueden frenarse al menos, de que somos capaces de cambiar las cosas con pequeños gestos que hacen uno grande. Esperamos cambiar los hábitos de consumo de nuestros recursos más o menos paulatinamente. Aceptamos así, que un cambio brusco es imposible.
Pero parece que cuesta quitarse de encima el ideal de consumismo sin ton ni son y crecimiento económico desmedido. Mientras no lo hagamos, o mientras los países que dirigen el cotarro industrial no lo estén pasando realmente mal con esta forma de hacer las cosas por el empeoramiento de sus capacidades, todo esto del cambio no es más que una utopía.
En esta época en la que los conceptos de sostenibilidad e innovación social empiezan a colarse con fuerza en nuestras vidas; en la que la actividad de reciclar parece que va entrando en las molleras más duras; en la que el cambio climático empieza a ser admitido como una evidencia; en la que la tecnología de los coches eléctricos continúa su avance y las políticas energéticas europeas empiezan a tomar medidas cada vez más ecológicas, la prensa internacional se congratula por el hallazgo de los Horseshoe. Repsol, junto a la Armstrong Energy americana, ha descubierto pozos petrolíferos de vital importancia en la región de Nanushuk (Alaska).
El valor en bolsa de la empresa española creció de inmediato. Se descorcharon algunas botellas, sonaron algunos teléfonos, rojos entre ellos. Bofetón a la teoría de Hubbert y el cénit petrolífero con todo el desprecio. Aquí va a fluir el dinero, y se va a cagar la perra. Todos esos perroflautillas fumaporros, esos ecologistas con ropa de mercadillo y esos millenials enchufados al Facebook ya pueden ir poniendo el currículum en nuestras oficinas si quieren trabajar algún día, porque aquí es donde va a estar el money.
De pronto, toda necesidad de cambio parece caer. Ese fin apocalíptico de escasez de recursos y de nuestro estilo de vida parece ahora más lejano. Los coches eléctricos, el reciclaje, las ciudades energéticamente autosuficientes, parecen olvidarse. Hay prosperidad petrolífera, así que hasta las relaciones internacionales con Irán (único país que no había alcanzado el pico de producción de combustibles fósiles) parecen más cordiales. Todo es happy y, no sé si es que soy un millenial o soy un menguado, pero yo no estoy nada happy. Parece que tengo que admitir mi derrota, pero va a ser que no. Un buen cabreo es lo que tengo.
Porque en el fondo soy como Hulk: cuanto más me cabrean, más verde me pongo.
Que la necesidad de llevar a cabo políticas sostenibles y de innovación social no tenga su origen en la caída del suministro energético, como vimos en esta serie de posts, no significa que el planeta no siga sufriendo por la actividad industrial y de consumo del petróleo. Admiro con cara de tonto el retrogusto a orgullo patrio que sienten los medios españoles cuando dan la noticia de que el descubrimiento del nuevo yacimiento está abanderado por Repsol. Los mismos que hace unos meses veían las restricciones al tráfico de Madrid como la locura de una alcaldesa desquiciada.
El cambio climático sigue ahí. El aumento de la contaminación y el impacto social que ello ocasiona no van a frenarse. Nuestros recursos alimenticios están en la cuerda floja. ¡Pero hay petróleo! Fun with oil, madafaka!
Ya os digo que no sé si es que soy millenial o medio imbécil, pero no creo que este descubrimiento sea una ocasión para relajarse. Si acaso, es una ocasión para activar el modo Avenger.
No sé si intentar cambiar las cosas y generar impacto positivo va a conseguir hacerme infeliz, como decía Sinek. Pero estoy muy seguro de que comerme un atún contaminado de mercurio, respirar gases tóxicos de un Volkswagen o contemplar un paisaje deforestado, sí lo consigue.
Aquí no ha terminado ninguna batalla, sabedlo. Nadie admitirá su derrota.
Sin entrar a debatir el resto de tu escrito, que es demasiado denso para hacerlo en detalle ahora mismo, a mi entender, el no critica el espíritu de generar impacto, critica la ansiedad con la que se pretende generarlo, o la inmediatez con la que se espera ver los resultados de dicho impacto, y como, algunos, o muchos, ni saben ni entienden que impacto desean tener.