29 septiembre, 2016

La Generación Z

Podemos hablar de la fantasía como una rama de la literatura que crea mundos imaginarios y personajes irreales con más o menos proyección en el mundo real. Cuando hablamos de fantasía, a todos se nos viene a la mente El Señor de los Anillos, Arturo y su mesa redonda, o incluso Conan el Bárbaro. Ni qué hablar tiene la recién incorporada saga de Canción de Hielo y Fuego, o Juego de Tronos, como la conocen los profanos. Un entorno medieval, espadas, hechiceros, monstruos y mazmorras. Cosas de friki, ¿verdad?

Pero la fantasía abarca mucho más. Fantasía también es Blancanieves o Caperucita, Mad Max, la obra de Shelley o la de Bécquer, Harry Potter, Star Wars, Hellraiser, todo lo que tiene que ver con los zombies, La Metamorfosis de Kafka, Pedro Páramo de Juan Rulfo, Cuarto Milenio y, acercando la cabeza a la guillotina, podría decirse que hasta la Biblia. Lo que quiero decir con esto es que, quien más quien menos, alguna vez ha metido algo de fantasía en su cabeza, le ha motivado, le ha hecho anhelar esos mundos ficticios llenos de emocionantes experiencias, llevando a los más quijotescos a incluso emular las andanzas de Amadís de Gaula, eso sí, en las ciudades que sustituyen rascacielos por molinos y smartphones por Rocinantes.

Una de las características básicas de la fantasía es que todo tiende a ser grandioso. Cualquier cosa que imagines, en una situación fantástica va a ser mayor. Así, si introduces un perro en la narración, ese perro será enorme, capaz de tragarse a un hombre de un bocado, capaz de correr enormes distancias sin cansarse a una velocidad increíble, y probablemente su furioso ladrido  haría que la tierra misma se resquebrajara como en un terremoto.

Al fin y al cabo, la fantasía se basa en los mitos y leyendas que siempre han acompañado al ser humano, sin importar a qué civilización perteneciera. ¿Cuántos de vosotros os habéis sentido atraídos por lo fantástico de niños y aún conserváis ese remusguillo, esa inclinación por lo que resulta extraño a lo cotidiano? ¿Cuántos no hemos deseado alguna vez lanzar un conjuro o esgrimir una espada para matar a un dragón? ¿Cuántos no hemos deseado viajar en el tiempo hasta la época en la que el mundo parecía un lugar salvaje, pero precioso y libre a la vez? To-dos. Salvo Lord Aguafiestington, claro.

Sin comerlo ni beberlo, a los millenials nos ha durado poco la cantinela. Los expertos hablan de la nueva generación, la Z. ¿Zeta de Zombi? ¿Zeta de la-última-generación? A mi entender, la principal característica que tiene este grupo social emergente es el acceso total a la información. Recuerdo que de crío iba a la Biblioteca a buscar libros con datos para hacer los trabajos del colegio. Madre de dios. ¿Quién hace eso ahora? Necesitábamos una gran cantidad de tiempo para aprender cosas, para tener una culturilla general. Ahora, ¿qué diablos importa aprender algo? Al fin y al cabo, el conocimiento está ahí, en la red, permanentemente. ¿Para qué perder el tiempo en saber algo cuando tendré acceso al saber justo cuando lo necesite?

Si necesito saber cuál es la población del Kurdistán, ya no tengo que llamar a un experto antropólogo o meter el CD de la Enciclopedia Larousse, esperando que se les haya ocurrido incorporar esa información: me doy un paseo por la Wikipedia. Si necesito cambiar un repuesto del coche, no voy a llevarlo al taller: busco y compro el componente en internet y luego lo cambio yo mismo bajo la supervisión de un vídeo de Youtube.

El mote para José, en 1990, era: Pepe el Enciclopedia. Ahora es Wikipepe.

El acceso a la información lo es todo. Caen incluso los valores jerárquicos. Respetar a alguien por lo que sabe es cosa de la antigua China. Ahora no es tu madre la que te dice: “bájate de ahí, que te vas a caer”. Ahora eso lo aprendes cuando ves a cuatro rusos despanzurrados al hacer balconing en un vídeo que han grabado con el móvil y subido a la red.

La información también hace que estos GenZs puedan controlar sus movimientos, saber a dónde van, y que el mundo deje de ser un misterio. Antaño, ir a China era una aventura en la que descubrías prodigios naturales y sociales casi por casualidad. Ahora, antes de ir hasta allí, se mira uno un par de listas con títulos parecidos a “qué visitar en China” o “10 lugar imprescindibles si vas a China”, o se suscribe a los consejos de algún bloguero viajero. Ya no dejas que un touroperador te organice un fin de semana genial: lo haces tú mismo.

Y esa es la clave, amigos: hacerlo tú mismo. Porque ahora se puede. El acceso a la información convierte a esta nueva generación en auténticos yonkis del aprendizaje instantáneo. Es normal que el sistema educativo, tanto a niveles básicos como a avanzados, les parezca anticuado, obsoleto, aburrido y hasta despreciable. ¿De verdad tengo que meterme en un curso de 5 años para aprender tal cosa? ¿Qué me estás contando, viejales?

Una de las cosas que más me flipa de esta generación, es la presencia inherente del concepto de innovación social en sus acciones de emprendeduría. Está claro que me puedo dejar los dedos escribiendo para Goodbye, Mr.Burns, pero que este blog no es para ellos. A ellos no tengo que demostrarles, enseñarles o convencerles de por qué es bueno eso de cuidar el medio ambiente o por qué la igualdad social es un objetivo. Lo naturalizan hasta tal punto, que en sus ideas de negocio incorporan la innovación social de una manera tan profunda que forma parte estructural de su actividad económica. Eso que venimos diciendo desde hace tiempo que es la asignatura pendiente de las empresas viejunas, que lo parchean con su aburrido departamento de RSE y su soporífera memoria de responsabilidad social.

El cambio está ahí.

Pensar en por qué un GenZ entiende que la igualdad social es parte del camino es tarea fácil. Han crecido en una sociedad diversa, global. Cada vez es menos importante su raza, su sexo o su condición sexual. Como digo, es fácil de entender semejante laxitud, semejante tolerancia.

Ahora bien, ¿de dónde saca un GenZ sus inclinaciones verdes? ¿Por qué están tan preocupados por el medio ambiente? En realidad, viven rodeados de tecnología, en ciudades tecnificadas, y son amantes de las ondas WIFI. Gestionan mejor los megas que les quedan en su plan de datos que el dinero de su cartera. Algunos nunca han visto el mar, no han estado en una granja o en un matadero, y si me apuras, con lo difíciles que son de encontrar, tampoco ha estado en un lugar más verde que un parque urbano con cinco variantes del cartel “prohibido”. ¿A qué viene esta inclinación por cuidar más nuestro entorno? ¿Cómo es posible que entiendan que el hecho de que se termine una especie en peligro de extinción sea algo malo?  Podemos pensar que es mera cuestión de supervivencia: oye, no me dejes el mundo hecho un asco que pienso vivir aquí durante los próximos 60 años. Pero no.

Yo creo que es una mera cuestión de fantasía. Los grandes lagos, los bosques vírgenes de altos y frondosos árboles, las costas de aguas claras, el aire limpio, las manadas de caballos corriendo libres, los osos y los lobos campando a sus anchas por las montañas, parecen ahora producto de la imaginativa mente de Tolkien. Cuando observas cómo reacciona un crío al ver un burro por primera vez, entiendes que su entusiasmo puede ser el que tú tendrías al ver al mismísimo Smaug. Los ojos de los jóvenes al ver un rebaño de vacas o de ovejas pastando libres chispean como quien ve un prodigio, un hipogrifo descendiendo de los cielos. Cuando ves el repentino estremecimiento que siente cuando un grupo de árboles agita sus ramas salvajes al son del viento, provocando su incomparable silbido, sabes que se está transportando a un mundo mágico en el que los Ents tratan de decirle algo.

Si yo supiera que con mi negocio voy a propiciar que una manada de unicornios se aparezca monte abajo, diablos, lo haría sin pensar. Esta generación tiene la posibilidad de hacer que todas las criaturas fantásticas que aparecían en nuestros cuentos de la infancia sigan en este mundo, pero con formas que nosotros creíamos cotidianas, pero que desgraciadamente ya no lo son. Hablo de lobos, rinocerontes, elefantes, tigres y leones. Hablo de ríos de aguas claras llenos de peces, de penetrar en un bosque frondoso y oscuro que parezca encantado, y de alimentar en él nuevas leyendas para las generaciones venideras.

Dejemos que lo hagan.

Ahora que lo pienso, aunque muchos ya están en ello, mejor no esperemos a que los GenZ se pongan al lío. Mejor nos vamos moviendo nosotros. No aceptemos nuestra vejez en cuanto a nuestros modelos de negocio. Hagamos que sean sostenibles. Implantemos prácticas de responsabilidad e innovación social. Aprendamos de los que vienen detrás cuál es el pulso del mercado, cómo hay que hacer las cosas. En los negocios, quedarse anticuado es morir en el intento. Ser un fucking wannabe.

Al fin y al cabo, el éxito es una cuestión de fantasía.

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