Capitalismo y consumismo son los dos inseparables colegas que sostienen la sociedad occidental, y a poco que te descuides, la mundial. Son una pareja perfecta, los putos amos, los que salen de fiesta a partir la pana y a no parar de hacer gestos de money flow, mientras se quedan con todas las nenas mientras tú les miras con ojitos de loser lamentable.
Poniéndonos un poco más serios, diremos que ambos se retroalimentan hasta el infinito. Cuando se conocieron, consiguieron hitos hasta entonces desconocidos en la historia de la humanidad, como el crecimiento económico, el Estado de Derecho o el desarrollo del comercio mundial. Todo es muy debatible y matizable, soy consciente, pero aceptaremos “barco” como “animal de compañía”.
Hoy vengo a destaparos en Goodbye, Mr. Burns los entresijos de esta relación, que aunque está lejos de tambalearse, sí que tiene unos importantes problemas ocultos. Como los síntomas de una peligrosa adicción que intentas mantener en secreto, y que poco a poco van aflorando y te pasan factura.
Hablando de facturas, os confieso que una noticia me dio la idea para el post: el gobierno sueco va a reducir el IVA en las facturas de las reparaciones. Y no estamos hablando de que a las compañías aéreas les salga más barato arreglar un avión 747 en terreno sueco; estamos hablando de una reducción de impuestos en la reparación de aparatos de uso doméstico, como neveras, hornos, bicicletas, zapatos, etc.
Espera. Volvamos a lo del consumismo. Digamos que hay dos tipos de producto: el que está hecho para durar, y el que está hecho para el consumo inmediato. En el primer tipo podemos situar, por ejemplo, un coche. En el segundo, un ChupaChups de fresa. El arte del consumismo es conseguir un acercamiento cada vez más estrecho entre el primer y el segundo tipo. Que los productos duraderos se consuman como inmediatos. ¿No sería genial para una empresa de coches que alguien se comprara uno, diera una vuelta por la ciudad, y luego lo desechara para comprarse otro?
Pensemos en algo menos exagerado: los zapatos. Las tiendas del zapatero que nos arregla el calzado agonizan, si es que queda alguna que no se haya reconvertido a la reparación de pantallas de Iphone y clonación de llaves. Recuerdo todavía cuando era un niño y mi madre encargaba al zapatero que le arreglara los zapatos. ¿Vosotros os acordáis? Hoy en día, si se te rompen los zapatos los tiras y te compras otros. Ésa es la medida en la que el consumismo sustenta al capitalismo.
No estoy descubriendo la pólvora, lo sé. Ya nadie se sorprende de la mala calidad de los componentes y de la escasa durabilidad de nada de lo que inicialmente se supone que está destinado a durar. Resulta que se ha vuelto cotidiano. “Si se rompe, me compro otro”. Y si resulta duradero, diablos, mejor crear un producto nuevo que parezca mejor y que sustituya al anterior por desfasado. Lo curioso es que este esquema se repite prácticamente en todos los productos del mercado, desde la industria textil hasta la alimentaria, la informática, la música, los electrodomésticos o el transporte individual. La pregunta es: ¿es posible salirse de este maelstrom consumista sin parecer un irredento antisistema?
Siempre escuché aquello de que el fracaso del comunismo era precisamente la propia naturaleza humana, y siempre he estado muy de acuerdo. Pero eso no quita que me pregunte si lo que está en nuestra naturaleza es comprar todo el rato cosas nuevas. No soy un anciano, y sin embargo he visto pasar por delante de mis ojos un sinfín de productos que han desaparecido sin más. Parece que uno no puede elegir algo como favorito, pues está prácticamente seguro de que en poco tiempo desaparecerá. Cuando completas tu colección de películas favoritas en DVD, aparece el BluRay. Y cuando te pillas el BluRay, descubres que el soporte físico está desfasado y lo que se lleva es lo digital. Los productos de lujo salen en pequeñas tiradas para que, o lo compres, o pierdas la oportunidad. Los medios de comunicación y redes sociales te animan a que seas el primero en comprar un artículo para reseñarlo o sacarte una foto con él. Lo comprado se desecha rápido en virtud de un artículo nuevo. Y si no lo desechas, tendrás un síndrome de Diógenes del copón. Por otro lado, descubres que lo que ha durado a lo largo de los años, quizás escondido en algún trastero, alcanza cifras de venta obscenas en eBay o Pawn, Las Vegas. El verdadero valor nostálgico de esos artículos se basa en descubrir que algo arrancado del mercado por el consumismo, hecho para no durar, ha llegado hasta nuestros días. ¡Mira a cómo se vende un maldito frasco de caramelos Pez de los 80! ¿Son cosas mías, o esto parece de locos?
Dame un respiro, Mike. Quiero sentarme a escuchar un CD a mi bola, ojeando las fotos del libreto y leyendo las letras. Ya me descargaré algo en iTunes cuando me aburra. Pero por Dios, deja que me aburra yo solo.
Ya sé que todo esto suena a la parte más radical del famoso movimiento slow, pero no me malinterpretéis. Sabéis que me flipan los gadgets, la sci fi, y que le pongo una velita a Elon Musk cada noche. Pero una cosa es la innovación, y otra la irracional inmediatez del mercado consumista. La reducción de consumo no es algo que yo pueda apoyar con todas sus consecuencias. Pero sí puedo concluir toda esta perspectiva en una frase: pensemos en lo que compramos.
La medida del gobierno sueco pone sobre la mesa todas estas cuestiones de un plumazo. Anima a los consumidores a reparar antes que a tirar y comprar una cosa nueva. Para el profano, esto puede parecer una locura, una estupidez o un desatino. Pero estamos hablando de un gobierno que ha conseguido que más del 50% de la energía que se consume en el país provenga de renovables, y que ha reducido sus emisiones un 23% en 26 años (casi un 1% al año). Estamos hablando del gobierno de un país al que llaman “Paraíso del Bienestar”, donde tanto el progreso económico como el bienestar social son una realidad evaluable. No son cuatro tontos, no.
Pensemos en lo que compramos, repito. Si hemos dicho que capitalismo y consumismo sustentan la sociedad, aprendamos a sustentarla de otra manera. Hagámoslo desde el respeto por la actividad comercial local, atendiendo a la eficiencia de recursos y su proyección positiva en el medio ambiente. Pongamos en valor lo creativo, no la triste concepción de productos fabricados en serie. Usemos valores de justicia social acordes a las características del entorno. Permitamos que nuestras ideas y las de nuestros vecinos se transformen en negocios con futuro.
No es raro que sea un gobierno de un país del norte de Europa proponga una medida tan imponente. Sabemos que esto de la innovación (a cualquier nivel, pero sobre todo social) va como la manzana de Newton: va cayendo de arriba a abajo. Según todos los indicios, tardaremos en ver en España algo así. Habrá que conformarse con que, aunque sea tarde, llegue. ¿Ver. . . verdad?